El sueño va sobre el tiempo
Aún conservo una de las estampitas que remoloneaban por el cielo cuando caía el ocaso, acompañadas por las melodías que resonaban por todas las calles. La expectación en los rostros de los espectadores: algunos solemnes, otros emocionados. El ritmo de los cargadores y el vaivén de los ropajes. Si mirabas fijamente podías entrever una especie de danza entre ellos. Flores. Muchas flores. Podía sentir cómo el sol se escondía tímidamente tras las sierras que resguardaban el pueblo, abriendo paso a la patrona para no robarle ni un solo ápice del protagonismo que merecía… Me pasaba el resto del año añorando que volviera el frío para revivir una vez más ese momento. Pero ahora todo aquello está diluido en un largo mar de recuerdos y yo perdido flotando como un velero.
Me gustaría dar un último paseo para despedirme, recorriendo el serpenteante sendero empinado una última vez. Recordar de paso el Vía Crucis. Siempre me dicen que ya fuimos la semana pasada pero tengo la sensación de que me están tomando el pelo. El cerrojo de la puerta está echado a cal y canto, pero ya no tengo la llave. Tengo miedo de que este encierro me vuelva loco, o tal vez ya esté loco y por eso estoy aquí encerrado. Sea cual sea, ¿qué hay de malo en que un soñador de una última vuelta por su olvidado pueblo? Parece casi irónico haber pasado toda una vida deambulando por sus calles y ahora no ser capaz de reconocerla. Atrás ha quedado el sonido de sus gentes, el ulular del viento por sus calles e incluso la cúpula que corona el corazón de la ciudad. Bueno, el corazón de la ciudad lo mueven de arriba a abajo durante dos semanas para bombear suficiente sangre a sus habitantes para aguantar un año más.
Su nombre hace tiempo que lo he olvidado. La estampita, pese a estar rasgada y algo descolorida, me ayuda a encontrarme entre este limbo de sueños, reavivando así mi devoción. Con el paso del tiempo, mi paradero se ha vuelto incierto y extremadamente confuso. No soy consciente de dónde vivo ni dónde duermo. Ya apenas levanto la cabeza, pues sé que me están esperando las mismas cuatro paredes de gotelé descascarillado. Y sobre ellas, retratos de algunas personas que supongo que ya habré olvidado. El tiempo se vale de su fiel cómplice, la enfermedad, para arrebatarme los tesoros más valiosos que llevo toda una vida recabando. No es oro ni joyas lo que estos implacables ladrones se han llevado, sino los recuerdos de toda una vida. Se llevan los momentos buenos así como los malos. Se llevan el rostro de la patrona y los versos de los credos. Se llevan el tacto de de la estrébede y los perfumes de Alborada. Se llevan el sabor de la bandera y el peso del arcabuz. Se llevan incluso el nombre de tu escuadra. Se llevan todo eso y mucho más. Sin embargo, lo que aún no han podido llevarse es la imagen de cómo caía aquella estampita, remoloneando por el cielo hasta posarse en la palma de mi mano, ahora ya un tanto arrugada. Como si fuera un sueño. Y pienso, que bonito es el olvido, pues puedo contemplar una y otra vez la estampita y volver a sentir la devoción que sentí la primera vez que alcé la vista y contemplé el azul de la cúpula reflejarse en su manto bordado de recuerdos. Ahora todo parece un sueño, pero no os preocupéis, la estampita es mi estrella polar y yo voy flotando como un velero.